Un tipo con suerte

Category: By MgL

Por ser el primero que pongo, le voy a hacer una pequeña introducción. Los que me conocéis bien sabéis que me gustan las cosas que pueden calificarse entre surrealistas, inquietantes, extrañas, o como lo quieras llamar, pero que al final te acaban despegando una sonrisita de los labios o te llevan a una moraleja completamente absurda.

Hoy es el comienzo de una serie cuentecillos y relatos que voy a ir poniendo cuando me apetezca, cuando no tenga nada mejor de lo que hablar o cuando me salga de ahí mismo. Estos cuentos no son míos, aunque no descarto intercalar alguno de cosecha propia.

¿Qué mejor comienzo que un cuento de Juan Abarca, integrante de Mamá Ladilla? Además este es de mis preferidos. Disfrutad...

"Cuando pisé aquella mierda, decidí replantear mi vida y aprender a hacer calceta. No más aburrimiento, no más internet, no más películas de Charles Bronson. Dejé mi trabajo (me resultó fácil, no tenía) y me dispuse a vivir en la calle. Con mis últimos ahorros adquirí dos agujas y varios ovillos de lana, así como un depósito que contenía un hectolitro de Cumbres de Gredos y un grueso tubo de goma con el que me suministraría el líquido elemento de forma continua.

En cuanto acabé mi primer jersey taponé momentáneamente el extremo del tubo y contemplé mi obra: aquella prenda no llegaba ni a primeriza. No tenía mangas, puesto que se me había olvidado añadirselas. Sólo presentaba un agujero enorme, porque no me había parado a pensar que hacía falta otro pequeño para la cabeza. Recordaba vagamente a un patuco bestial, imposible, perteneciente quizá a un bebé gigante como un edificio, un bebé pobretón, desgarbado, capullo, un bebé con muy mal gusto que caminara a la pata coja llorando como un energúmeno mientras masticaba con las encías a sus padres...





...Estaba en la ruina. Nunca podría vender como jersey semejante engendro. En un intento de ordenar mis ideas, volví a enchufarme a mi único patrimonio: la barra libre de Cumbres de Gredos. Me quedé dormido sin parar de beber.

Cuando desperté, mis ojos contemplaron el milagro: un bebé de cincuenta metros de altura caminaba hacia mí, aplastando cuantos vehículos se cruzaba y dejando grotescas huellas de piececillo en el asfalto. En su torpe tambaleo, agitaba los brazos sin control y castigaba aleatoriamente las fachadas, dejando inmensos boquetes en las pocas viviendas que quedaban en pie a su paso. Correteaba sonriente, siempre a punto de caer, y emitía familiares alaridos infantiles a un volumen tal que las cabezas de los transeúntes estallaban en mil pedazos. Se podía oler la muerte, o quizá se trataba del nada misterioso contenido de sus pañales cual paracaídas.

Por fin, aquel monstruoso infante del averno tropezó ante mí, desplegando su desgarbada envergadura a lo largo de la calle. Su cara quedó a un metro de la mía, y pude ver que tenía la misma expresión que tienen todos los bebés (es decir, se parecía a su madre, a su padre y/o a su tío Anatolio) sólo que todo lo que había en aquella cara era "king size". Aquello no me daba sombra: era prácticamente un eclipse.

Yo, que en aquellos momentos llevaba ya un cierto pedete lúcido, vi ante mí la oportunidad de mis sueños y le propuse con gestos y juegos un ventajoso intercambio: mi patuco a cambio de mil millones de euros. Él se mostró indeciso y así fue como comenzamos a regatear. Se trataba de un duro negociador. El precio al que llegamos finalmente fue el siguiente: yo le tenía que entregar el patuco, el depósito de tintorro y toda mi ropa a cambio de que (por favor) no se echara a llorar, y además debía acompañarle durante un tiempo indefinido en sus andanzas, jugueteando sin descanso para proporcionarle diversión y entretenimiento.

La perspectiva era penosa, así que tuve que tomar una rápida determinación: me enchufé de nuevo al tubo de estupefaciente barato, me tapé con fuerza los oídos y me eché de nuevo a dormir.

Cuando desperté, el trolebús humano se había esfumado. A mi alrededor todo era desolación, pero el patuco estaba allí ¡Quizá se lo podría vender al siguiente bebé gigante que pasara! También conservaba el depósito, como denotaba el continuo sabor a vino de mesa, que seguía libando sin interrupción. Mientras me desperezaba concebí la idea de inyectármelo en plan suero para mayor comodidad. La ropa me había desaparecido, pero bueno, hacía calor.

La conclusión era clara: no había que ser muy optimista para ver que soy un tipo con suerte. Ya está. Que se jodan los que no la tienen. Decidí seguir buscando mi sitio en el mundo, ahí tirado.

Juan Abarca

 

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